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Fundación de Estudios Rurales

Espacios de resistencia y de futuro

Estefanía Torres, eurodiputada de Podemos - 10/08/2016

El mundo está alimentado por la agricultura familiar. Sin embargo, las pequeñas parcelas de cultivo y las explotaciones familiares han estado denostadas durante todos estos años, en los que el irremediable proceso de desagrarización ha ido aparejado de un insistente eslogan del capitalismo: lo pequeño no es competitivo. Es ya un lugar común entre los economistas referirse a la “atomización” del sector productivo y la “miríada” de pequeñas explotaciones que lo conforman como el mayor impedimento a la hora de hacer frente a los gigantes de la industria y la distribución alimentarias. Pero no se debería olvidar que estas explotaciones, en su mayoría familiares, de pequeña dimensión económica y de menos de 5 hectáreas, ocupan a casi 10 millones de europeos, duplicando el empleo del sector agroindustrial.

Las pequeñas explotaciones familiares cumplen, además, una función social, ya que a menudo llevan a cabo labores no retribuidas que repercuten en la comunidad, como la limpieza del monte o el desbroce de caminos, por no hablar de su papel esencial a la hora de mantener el paisaje rural. Hay un libro escrito por dos profesores de la Universidad de Santiago de Compostela, Xoán Carlos Carreira y Emilio Carral, que anima a repensar el minifundismo gallego en el siglo XXI, justo en el cierre de ciclo de la producción industrial de leche impuesta por el fin de la cuota láctea y la liberalización de los mercados. El libro se titula O pequeno é grande. A agricultura familiar como alternativa y creo que aporta una visión muy interesante, ya que los problemas a los que ahora se enfrentan los ganaderos gallegos –que son los que menos cobran por litro de leche en España– tienen mucho que ver con que en Galicia no se desarrolló un modelo agrícola distinto al que les vino impuesto desde Europa. Hoy en día empieza, sin embargo, a formularse un modelo alternativo, sobre todo en la práctica, y empiezan a surgir espacios de resistencia y de futuro, también en el agro.

La construcción cotidiana de estos espacios de resistencia y de futuro inspira mi trabajo político en Europa. Las corporaciones multinacionales están presentes y cada vez con mayor fuerza en todos los eslabones de la cadena alimentaria. Los procesos de globalización alimentaria son un hecho y los actores políticos con mayor responsabilidad en este campo también son transnacionales (FAO, OMC, Banco Mundial). Por lo tanto, creo que en política, y como ciudadanas, hemos de desarrollar acciones globales, defender derechos universales y asumir obligaciones o deberes globales, además de locales. Solo combinando ambas acciones seremos capaces de ganar la batalla.

Cada año mueren en el mundo por hambre o malnutrición más de 17 millones de personas, lo que significa unas 35.000 al día y 2 cada segundo. Mientras esto ocurre en una parte del mundo, la otra desperdicia comida y contempla cómo sus agricultores y ganaderos se ven obligados a tirar productos que serían fácilmente aprovechables por tantas personas que no logran acceder a ellos. La causa de esta locura está en un sistema de producción y distribución de alimentos que, especialmente en Europa, no es sostenible ni social, ni económicamente hablando. Una vez más, y como siempre, nos encontramos ante la falta de voluntad política para frenar esta injusticia.

 

La crisis del sector lácteo

Esa misma falta de voluntad política se plasma cada día en nuestro campo, en la cotidiana y terrible gestión que nos ha llevado, por ejemplo, a la actual crisis del sector lácteo. Nuestros productores se han visto castigados por la miopía de un Gobierno que no ha sido en absoluto capaz de dar respuesta a una situación que –y esto es lo peor– ya sabían que se daría. La desaparición de las cuotas lácteas dejó al desnudo a la producción local frente a un mercado insaciable en el que las grandes industrias (presas a su vez de las cadenas de distribución) tienen todo el poder y los pequeños apenas margen de actuación.

La caída del precio de la leche (alrededor de un 20% de media en el conjunto del Estado) ha obligado a echar el cierre a 1.544 productores en los últimos dos años, lo que ha reducido la cifra total a 16.490 explotaciones. El propio Ministerio reconoce que en los próximos cinco años cerrarán otras 5.000 ganaderías, casi un tercio de las que hay. El panorama es desolador, con cientos de ganaderos viendo cómo se pierde la leche sin recoger en sus explotaciones o cómo se la recogen con precios por debajo del coste de producción.

Llevamos desde los años ochenta del pasado siglo arrastrando las consecuencias de la PAC y poniéndole parches. Nuestros ganaderos invirtieron en maquinaria, instalaciones y ampliaciones de una cuota láctea hoy suprimida. Asumieron que las pequeñas granjas no tenían futuro y que había que crecer. Y lo hicieron en un contexto en el que los precios pagados por la industria convierten su producción en un bien banal, que se vende a pérdidas o incluso se regala en las campañas de fidelización y ahorro de los supermercados.

¿Cuándo nos plantearemos ir a la raíz del problema?, me he preguntado y he preguntado en Europa muchas veces. Es preciso cambiar nuestro modelo de crecimiento económico, nuestro modelo productivo y nuestro modelo de vida. La supervivencia de nuestros productores pasa por apostar por la producción y por el consumo local. No se puede proteger a los productores agrarios mientras por detrás se defienden los intereses de las grandes cadenas de distribución.

La crisis del sector lácteo no ha hecho más que empeorar la situación de nuestra agricultura que, ya de por sí, era lo suficientemente agonizante. Uno de los principales retos a los que se enfrenta nuestro país es generar un modelo agrario que vaya de la mano de las pequeñas y medianas explotaciones y que les ayude a desarrollar técnicas más sostenibles. Es un reto primero porque el planeta no espera y segundo porque las instituciones y la sociedad en general han acumulado en estos años una gran deuda hacia el desarrollo rural y, en particular, hacia nuestros sectores primarios.

La respuesta del Gobierno siempre ha sido que no se puede hacer otra cosa, que la Política Agraria Común y Europa impiden hacer ciertos cambios o introducir determinadas regulaciones. Y es cierto que la Política Agraria Común no tiene nada de amable y desde luego tampoco contempla las especificidades que se dan en nuestro territorio. Pero no es menos cierto que hay determinadas voluntades que se pueden poner encima de la mesa y que permitirían facilitar medidas que diesen precisamente oxígeno a nuestra gente: la flexibilización del paquete higiénico sanitario, la facilitación de circuitos cortos de comercialización o la venta directa son solo algunas de ellas. Es verdad que no lo cambian todo, pero también es cierto que algo ayudan.

A pesar de los esfuerzos realizados en este sentido por algunos compañeros y compañeras de Extremadura, Asturias, País Valenciá, Cantabria, Murcia, Aragón y otros territorios, siempre se encuentran con el muro del inmovilismo de aquellos que quieren que nada cambie. Un muro que, finalmente, pone de manifiesto la existencia de determinados representantes políticos que solo saben estar del lado de los de arriba, de los poderosos: las grandes industrias y las grandes distribuidoras, que son realmente quienes “cortan el bacalao” en nuestra agricultura.

Así que, a la vez que vamos generando espacios de diálogo y debate sobre qué Política Agraria Común queremos y cómo es el campo que nos imaginamos en nuestro país, vamos dando también la pelea en las instituciones en las que ya estamos. Lo que me preocupa en este punto, lo que nos preocupa a muchas de las personas que queremos dotar a Podemos como herramienta de transformación social y política de un componente rural al que todavía no alcanzamos a llegar, es precisamente la importancia de visibilizar nuestro sistema de producción y distribución de alimentos: todo el sector primario en su conjunto.

Visibilizar la importancia que tiene como un componente clave para explicar por qué hay gente que pasa hambre, mientras que otra desperdicia alimentos, o por qué nuestros productores se ven obligados a regalar o a tirar sus productos. Visibilizarlo para explicar qué funciona mal y visibilizarlo para explicar el horizonte al que queremos llegar. 

El derecho a la alimentación

En este sentido, creo que hay un concepto que Podemos no ha utilizado tanto como debería y que puede ser importante para tejer ese puente tan necesario entre la realidad urbana y la realidad rural para construir de una vez por todas un imaginario de solidaridad y fraternidad entre ambos espacios: el del derecho a la alimentación, reconocido ya en algunos países de América Latina y que Europa se niega a afrontar.

Debemos plantearnos ser vanguardia en este sentido porque, junto al derecho a la alimentación, se sitúa la lucha contra el hambre y la lucha contra la injusticia social. El derecho a la alimentación debe ser reconocido como un derecho fundamental que está intrínsecamente relacionado con la soberanía alimentaria de nuestro pueblo y, por supuesto, tiene todo que ver con que consigamos alcanzar una vida que merezca la pena ser vivida no solo en las ciudades, sino también en el mundo rural. Por eso creo que debemos hablar más y mejor de este derecho que engloba tantos otros que defendemos y que, sin embargo, no pronunciamos, desde mi punto de vista, con toda la claridad suficiente.

Hagámoslo. La agricultura es alimentación, por eso es fundamental tener un modelo de país que apueste por ella de manera seria y responsable. La agricultura también es ordenación del territorio, cuidado de la tierra y biodiversidad. En medio de un contexto agrícola europeo marcado por el TTIP, un tratado de libre comercio que se negocia bajo el más estricto secreto entre Europa y EEUU, es más necesario que nunca que reivindiquemos el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas agrarias y alimentarias de acuerdo a objetivos de desarrollo sostenible y seguridad alimentaria.

Suele decirse que la alimentación del futuro será sostenible o no será. Estoy convencida de que así es, y también de que la soberanía alimentaria que reclamamos para nuestros pueblos debe superar la dualidad productores-consumidores e integrar a todos los actores y todos los ejes de acción: la individual y la colectiva, en esfera pública y en privada. Por nuestro futuro y por nuestra gente, aquí seguiremos, resistiendo.

 

Artículo original publicado en el Anuario 2016 de la Agricultura Familiar de la Fundación de Estudios Rurales

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